16 mar 2012

Mojones

Siempre queremos asegurarnos la existencia de algo más grande, algo que nos guía, algo que diga que el propósito de nuestras vidas es cumplir con un objetivo más grande que nosotros. Es por ello que nos hemos armado de valor, nos hemos animado a cruzar mares y desiertos que creíamos infinitos, sólo con el fin de encontrar ese propósito, pero sólo pudiendo corroborar en el camino que somos más pequeños de lo que pensábamos.


Cruzar Latinoamérica en bicicleta suena lindo, quizá hasta romántico, pero está plagado de momentos desagradables, de tardes de lluvia e incertidumbre, y aún así, nada se compara con subirse a esa “máquina de sueños” y arrancar, de igual modo que nada debe compararse para el astronauta con tantos años de estudio y entrenamiento para una caminata espacial de tan sólo unos dos o tres minutos.

Y así fue, que cruzando el enorme desierto que componía el oeste de San Luis y el este de Mendoza, llegamos a La Paz, un pequeño pueblo que nos serviría de refugio hasta el día siguiente en el que planearíamos llegar a Mendoza capital. Esa mañana estaba agradable, y el sol que se asomaba en el horizonte de polvo y arena vaticinaba un día pleno de calor. Así que con ánimos de llegar lo antes posible, partimos a todo pedal… pero no duraría demasiado tiempo.

Apenas recorridos unos kilómetros, comienzo a visulmbrar unas pequeñas nubes en el horizonte, fenómeno extraño considerando la mañana despejada, así que me saco los lentes para ver mejor… y allí estaban, luego de casi 2.500 Km, majestuosos, los picos nevados de la Cordillera de los Andes. Nunca una meta había sido tan bien definida como la que planteaba aquel mojón en el camino, y nada más fue necesario para que los pies se movieran por voluntad propia sobre los pedales.

***

Desde que comenzamos a visualizar las montañas, el Danny tuvo claro el cruzarlas en bicicleta, mientras que yo me ocultaba tras la sombra de la duda, mientras intentaba determinar la posibilidad de que realmente estuviera preparado para hacerlo. Y no vino esa decisión hasta días más tarde, cuando los caminos de distintos aventureros se cruzaron.

Como por accidente nos encontrábamos en la casa de Manuel, un argentino que a los 20 años decidió cruzar los Andes en bicicleta:
- Y me acosté tarde esa noche… y con esas cosas que uno piensa antes de dormir como por ejemplo si apagó la luz del comedor, me pregunté si era posible cruzar la cordillera en bicicleta… Y no pude dormir en toda la noche. Al otro día me levanté y lo primero que hice fue buscar en internet si otro lo había hecho, y cuando ví que sí, decidí no esperar más, me armé una parrilla y me lancé a la ruta.

Hoy, con sus 23 años, Manuel estudia para ser guía de montaña, pero su amor por la bicicleta crece cada día más. Tal es el punto, que sin querer se ha transformado en una especie de referente para aquellos cicloviajeros que también se quieren largar. Y así fue como, en breves minutos, estaría apareciéndose también Brian, un bonaerense que aprovechando su licencia decidió conocer Mendoza nada más ni nada menos que yendo en bicicleta.

Entre los cuatro charlamos toda la mañana hasta parte de la tarde, en la que con Brian decidimos recorrer juntos la ciudad… en bicicleta, por supuesto. Durante esa charla, hablé y hablé con Manuel preguntándole todas y cada una de mis dudas, encontrando, de repente, que lo único que no tenía preparado era el miedo.

No era la primera vez, ya me había pasado cuando el Danny apareció con la idea de este viaje. Ese miedo que en su momento no me podía paralizar era, por primera vez en el viaje, un impedimento para continuar. Y al contrario de lo que todo el mundo cree, no es la mejor forma combatir el miedo enfrentándose a él, sino que alentando ese enfrentamiento. No quiere decir que más tarde al intentar realizar cosas similares uno no tenga miedo, sino que se tratará cada una de esas veces, de alentar alcanzar el objetivo… el resto… el resto viene sólo con las ganas… con exactamente las mismas ganas de llegar que cuando uno ve el mojón en el horizonte de su camino una mañana agradable en la que el sol se asoma tras el polvo y la arena.

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