24 jun 2012

Los secretos del Desierto II

Como nunca falta el escéptico que, como yo, no cree en todo lo que le dicen, y mucho menos si no se trata de un desierto per se, es que me entrego a contarles algunas cosas más, pero esta vez, sobre el desierto más árido del mundo: el de Atacama.



Ojos del Desierto
Era plena tarde y aún me encontraba extasiado por la deformación de la distancia que el desierto me producía. Las montañas a casi 200 Km parecían de juguete y alcanzables con el sólo acto de estirar la mano. Fue así que caminando distraídamente entre pedazos rocas y cielo, llego a dos agujeros enormes, como cavados a mano, a la distancia perfecta el uno del otro, con el contenido ideal: el agua que me habían contado no existía.

Las dos aberturas miraban hacia arriba, desafiantes, misteriosas y profundas. En la oscuridad de su perfecto reflejo, lograba guardar, sin que nadie sospechara, miniaturas de la Cordillera, de sus nieves perpetuas, y del azul inmenso de ese otro desierto que llamamos cielo.


El calor de la sangre
El manto frío de la soledad era interrumpido en el paisaje por los humos desenfrenados de un enojo eterno, igual de explosivo y caprichoso que el de un niño que se ha quedado solo y buscando a su abuelo en el amanecer del altiplano, llorando sin piedad en la intensidad de su dolor.

El llanto era tan potente que hacía callar a todos los presentes, que buscando consuelo, comienzan a pasearse entre los lagrimales, solemnes y desdichados. Intentan sumergirse en la calidez de su grito desesperado, más no pueden hacer otra cosa que sentir al frío acuchillándoles el cuerpo una vez que son recordados. Es ahí que entienden por qué un niño llora con el calor de la sangre.

Como la palma de mi mano
Estudiando una imagen, los científicos se desesperan al intentar encontrar una respuesta. "¿Quiénes somos?”, “¿A dónde vamos?”, “¿Para qué estamos?" se preguntan incansablemente mientras dirigen sus miradas al cielo más árido del mundo. Otros, mientras tanto, prefieren apuntar sus oídos y escuchar los susurros de las estrellas. Y finalmente, un grupo más reducido e ignorante, observa y calla al descubrir que su propio reflejo es el que se dirige al cielo.

El tiempo del atardecer pinta de rosado el espacio, y aunque no saben nada de física, les basta con caminar sobre las montañas que están lejos para descubrir que, en un lugar donde todo lo que alguna vez existió se conjuga con lo que existirá, las únicas preguntas que se pueden escuchar son "¿Quiénes somos?”, “¿A dónde vamos?”, “¿Para qué estamos?"

La altura de la memoria
Un pasadizo a pocos metros de altura permite apreciar aquello que solemos olvidar cuando caminamos: lo que hay a nuestros pies. Nos acompaña una señora de 4 décadas de edad, y toda una vida de anécdotas que al ritmo de nuestros pasos, nos cuenta una historia que sólo a partir de entonces, nuestros ojos entrenados comienzan a observar.

De niña solía jugar por allí, llevar a los animales a la casa de su abuelo y pelear con su hermana bajo el único Oboe del oasis. Hasta que un día descubrió, así como si fuera uno más de sus juegos, que antiguos jarrones adornaban su patio. Así que decidió juntarlos, y con su hermana venderlos en el turístico pueblo de San Pedro de Atacama, a tan sólo 11 Km de allí.

Fue un sacerdote el que se dio cuenta que aquellos eran juegos de adultos,  que debían ser ejecutados de forma cautelosa. Así descubrió, mientras se sentaba bajo el Oboe y miraba las dunas moverse por el viento, que bajo sus propios pies comenzaba a dibujarse un patrón extraño de figuras geométricas.

El tiempo y la paciencia lo dejó al descubierto: donde solía jugar esta niña de origen atacameño no era más que en el tejado de un pueblo tan olvidado como su infancia arrasada por el turismo... Y fue entonces que entre lágrimas de emoción recordó, con tristeza, lo que 4.000 años de historia no pudo contar jamás.



Con la sal del sudor
Ni el incipiente amanecer parecía poder despertar el muerto que yacía en su lecho de piedras blancas en el horizonte. Desde arriba, continuaba tan blanco como aquel día en el que el sol decidió secar su piel para siempre.

Al acercarse, las grietas de un pasado curtido servían de advertencia al que osara a acercarse a aquel monumento nefasto. La muy poca vegetación que luchaba contra el frío del altiplano Boliviano, cedía rápidamente a un mar de rocas blancas y sonidos vacíos a medida que avanzaba, hasta que al fin llegué: el corazón del Salar de Atacama.

Allí hago silencio y me maravillo de un espectáculo geológico como nunca vi en mi vida, hasta que de repente, en ese mismo lugar, escucho un ave brindarle un sorpresivo canto a la vida. De a poco me voy sorprendiendo como nunca imaginé. Aquello resultó ser más que un canto a la vida, una sinfonía orquestal a la tenacidad; pues, rodeores, lagartijas, y hasta algas poblaban el corazón de lo que se supone el desierto con menos vida del mundo.


Las venas de la muerte
Un río de agua amarronada es embalsada para su racionalización en el pueblo. Allí, el agua es vital, y el no tenerla podía hacer la diferencia entre la vida y la muerte. ¡Y qué mejor idea que tomar las bicis y recorrer ese camino sin fin! Los serpenteos de un río caprichoso van conduciendo a uno de los paisajes más surrealistas que jamás haya visto: montañas de barro de picos filosos, adornado con sal en lugar de nieve en sus puntas, grietas en la arcilla tan profundas como mi antebrazo y tan grandes como todo mi tronco entero. Desde lo alto, muy alto, un desierto verde en el medio de un océano de rocas. Les puedo jurar que nunca me sentí más vivo que pedaleando en el Valle de la Muerte. Y ése es, créanme, el secreto del Desierto.



Los secretos del Desierto I

La primera vez que me hablaron del Desierto aún creía que la gente era buena, que los océanos eran infinitos y que existía un hombre, que por pura deferencia a los niños que se portaban bien, apenas empezado cada 25 de Diciembre regalaba sueños y esperanzas en forma de juguetes.

Según me habían contado, no era nada interesante: un lugar simplemente vacío. Podía ser de arena, nieve o rocas, pero sea como sea, era un lugar inhóspito, en el que nada podía crecer: ni las plantas, ni los animales, ni las historias, y mucho menos los milagros. Hoy, luego de estar dos meses viviendo en él, les voy a contar un secreto, pero para eso, necesito que se olviden de todo lo que han escuchado hasta ahora.

Entre Tongoy y Los Vilos
El paisaje se poblaba de cáctus y arbustos. Pedalear allí no podía ser más aburrido, y mucho más aún luego de una lesión en la planta de mi pie izquierdo. Fue así que la aburrida llegada se tornó en una casi de turismo aventura, al viajar en un camión cuyos frenos fallaban.

Sin embargo, la llegada a La Serena se produjo sin incidentes y con la característica neblina que nos acompañaría toda la estadía y nos haría recordar que nuestro lugar ya no era el conocido Montevideo, donde su sola presencia era augurio inequívoco de lluvias. No aquí. Ya en los albores del Desierto de Atacama, la neblina era algo de todos los días, pero la lluvia, en cambio, era cuestión de tres veces al año si se era afortunado.

 

Viaje a las estrellas
Los afamados rincones del Valle del Elqui deben su fama a la disputa del Pisco llevada a cabo entre Chile y Perú. Sin embargo, esa grieta de vida que regalaba la cordillera, ganó su lugar en el mapa y el corazón de la gente cuando una noche como tantas, decidieron mirar al cielo. Las estrellas se observaban majestuosas en los cuatro puntos cardinales, orientándolos hacia un océano de posibilidades o una cordillera de desafíos.

Años después, apuntaron sus telescopios por primera vez y descubrieron, como los primeros agricultores que allí osaron cuidar de la uva, un racimo de estrellas en cada punto: que las Tres Marías ya no existían como tal, que la estrella inferior no era más que millones de estrellas juntitas, y que la cruz del sur, cuatro veces su distancia mayor y cortando hacia abajo marcaba, efectivamente, el confín de todo un país. Pero mejor aún, descubrieron, corriendo las neblinas de las nebulosas, que Saturno es un planeta, blanco, majestuoso, y que al ojo desnudo, como todo planeta, no titila.


El Encanto del desierto
El atardecer sorprende en el desierto: las dunas parecen cambiar de color minuto a minuto, segundo a segundo; el hilo de agua que apenas corre musicaliza todo un entorno que las pocas aves deciden entregarle al irse a descansar; los insectos casi inexistentes, detienen su movimiento infernal para ocultarse tras las rocas. Y sin embargo, aún puede sorprender más cuando, apareciendo la primera estrella, descubro que la roca a mi lado es fiel testigo de mis antepasados.

Dibujos aquí, dibujos allá. Rocas y más rocas con dibujos humanos, animales, formas, y hasta colores pacientemente dejados como regalo por un artista de épocas en las que se desconocían los derechos de autor… hace ya algo así como 4.000 años. Ahora entiendo a qué el Valle del Encanto debe su nombre.


El árbol de los recuerdos
La insoportable neblina diaria de La Serena se traslada por toda la costa por más de 200 Km hacia cada punto cardinal, obligándome, en medio de un cerro, a toser como loco mientras mis amígdalas presagian mi futuro inmediato.

Desde lo alto observo el Océano Pacífico entregarse furiosamente a la falda de los cerros, y de pronto, en la cima, me encuentro con otro trozo de historia viva. El monte, alimentado sólo por la humedad de la neblina, con sus árboles bajos, sus plantas rastreras y musgos, es una muestra de lo que supo existir en el suelo del Desierto de Atacama hace ya unos 10.000 años. Sólo allí es que me doy cuenta de la importancia del equilibrio.


La dama de los pingüinos
Una mujer petrificada vigila desde lo alto una isla de aguas verdes y arenas blancas, mientras a las orillas de la vecina isla, unos pingüinos le bailan al amor. Las algas crecen generosamente acariciadas por los delfines que cada tanto se acercan curiosos a los botes con pasajeros que los observan de la misma manera logrando, sin proponérselo, identificarse con ellos. A escasos metros y en medio de un auténtico concierto a la vida, comienza el desierto.


Cuándo llueve en el desierto
Luego de dos meses de tinieblas matutinas, llegó la hora de reanudar la travesía, y esa misma tarde, que se nubló sólo por los recuerdos que invadían mis ojos, nos despedimos del lugar y nuestro guía, quien supo mostrarnos los primeros secretos… Aún incluso luego de habernos ido, al decirnos que esa noche, por primera vez en el año y no tanto como por casualidad, llovió en el desierto.


 
Design by Free WordPress Themes | Bloggerized by Lasantha - Premium Blogger Themes | Macys Printable Coupons