11 jun 2011

La primera pedaleada...

Cuando fui tomando real conciencia de lo que era un viaje de esta naturaleza y recordando mis lamentables habilidades para el deporte, decidí comenzar a hacer algo de ejercicio. La vida del estudiante de ingeniería ya de por sí es sedentaria, cuando le sumamos el desagrado por el deporte en general y que la mitad del día me la pasaba encima de un ómnibus, la combinación resultaba desastrosa; así que decidí no ser tan vago y comenzar a ejercitar. Primero debí informarme sobre qué deportes convenía practicar, cómo y con qué frecuencia. Pensé en ir a un gimnasio, ya que la natación era lo único que siempre me gustó, pero los tiempos y los costos me hicieron desistir de la idea. Así que decidí empezar a salir a correr, mientras analizaba si debía comprarme una bicicleta o rescatar la vieja que estaba en el garage.

Luego de unos días en los que además de correr por hacer ejercicio lo hacía por huir a la expedición al garage de mi casa, me armé de valor lo suficiente como para rescatar la vieja bicicleta. El garage no era muy grande, pero tenía tantas cosas que bien podría haberlo sido. Trepado sobre una garrafa vacía, con un pie en una estantería de metal, apoyándome en un ropero y agarrándome de una cuerda -floja- que se usaba para colgar la ropa, logro divisar un cacho de bicicleta en un rincón oscuro. Así que intento acercarme lo más cuidadosamente posible, trepándome a juegos enteros de mesa-comedor, almohadones, sábanas, latas de pintura vacías, diarios viejos, bollones, partes de autos, y otros tantos objetos más que podrían ser temática de otro blog. Cuando estuve lo suficientemente cerca, intento con todas mis fuerzas correr los objetos que lo atascaban de su olvidada libertad, tarea que me hizo hacer ejercicio por más de dos horas.

Una vez afuera los rayos del sol me revelaban la cruda verdad: las ruedas pinchadas, el cuadro oxidado, el sillín roto, la cadena hecha paté, la pintura cayéndose a pedazos... bueno, sin dudas que era hora de comprarse una nueva bicicleta, lo cual me llevaba a otro dilema: ¿Debía comprarme la misma que llevaría al viaje o una cualquiera para practicar?

Esa pregunta se mantuvo abierta un buen tiempo mientras corría y corría todas las mañanas al rayo del sol al costado de la ruta que atraviesa mi ciudad. Charlando con el Danny luego de contarle mis ganas de comprarme una buena bici (la definitiva para el viaje) y buscando un consejo, me dijo: "no quiero ser mala leche, pero me da miedo de que todavía te afanen, porque esas bicis son muy tentadoras, y no se cómo estan los 'nenes' en Las Piedras, pero...". No conforme con su respuesta, acudí a Pablo, mi relativamente nuevo gurú en el tema: "No te prepares porque será mucho el peso, dejá que las cosas fluyan y con unas básicas herramientas y unos parches salí, dale la oportunidad a la gente de que te ayude, de que te muestren de lo que realmente está hecho el mundo, hermano. Si vas tan preparado y entrenado no necesitarás golpear la puerta de ningún rancho".

Evidentemente esas eran las dos cosas que no quería escuchar. La ansiedad del momento me empujaba violentamente hasta la computadora para aprender cuántos tipos de frenos y bicicletas habían y hasta qué era el cuadro de una bicicleta (si, si, bien en el horno estaba), y en los peores días, hasta la puerta de alguna bicicletería, con la tarjeta de crédito en la mano, pensando en qué hacer... 

Y un día fui débil. Llegué esa mañana a una sucursal de una cadena de bicicletas en Las Piedras, y miré modelos, y miré, y miré... "Voy a llevar esa" le digo decidido a la vendedora. ¿Mi criterio? La más barata y con cambios; esa misma mañana también fui fuerte.

Esa tarde no me aguanté las ganas, y sintiéndome libre salí a dar mi primera vuelta para ver hasta dónde llegaba. Arranqué manejando hacia el Oeste, cruzando la Ruta 5 (la más transitada de mi país); y huyendo del tránsito me metí en unos caminos vecinales de pedregullo.

Varias veces había andado por esas zonas, pero sentía como si ésa fuese la primera vez. Rodeado de suaves subidas y bajadas, viñedos a mis costados, clima agradable, y grandes árboles que me sonreían desde lo alto, era fácil confundir la realidad con la fantasía, e imaginar que ya me encontraba en viaje, en algún lugar de Sudamérica. Si bien hacía mucho tiempo que no andaba en bicicleta, no me sentía cansado a medida que avanzaba; pues, las simples ganas de hacerlo podían mucho más... más incluso que el calor del sol en plena tarde de verano, o más incluso que las curvas de pedregullo suelto que subían y bajaban entre colina y colina.

Y de repente me topé con ella... la curva que más alto trepaba en ese recorrido. Con todas mis energías comienzo a pedalear con el cambio más pesado para darme cuenta de su dificultad (recuérdese mi inexperiencia) y lo cambio al más liviano. Aún así la subida (que a esta altura ustedes se podrán imaginar que era apenas de unos escasos metros) no me daba tregua, por lo que me paro en los pedales. Inhalando y exhalando pedaleo una, dos, tres... ¡Clanc! Freno. No sólo se me había salido el manillar del lugar, sino que además uno de los pedales se encontraba roto, destrozado... "¡Por algo era tan barata!" dije riéndome a carcajadas en el medio del camino, con los pájaros como los únicos espectadores de tan lamentable espectáculo.

Comienzo a caminar calculando cuántos kilómetros habré avanzado para saber por lo tanto cuán lejos estaba de mi casa. Luego de un rato me encuentro con un almacén por el que había pasado hacía instantes tan felizmente sobre mi nueva y flamante bicicleta:
- Hola... mire... no se si usted me podrá ayudar... -le digo con mi mejor cara de pollito mojado a la presunta dueña del local- ...pero se me rompió el manillar y un pedal de mi bicicleta. ¿Usted no tendrá alguna herramienta que me pueda prestar?
La mujer mira compasiva -a la bicicleta, por supuesto- y me responde:
- No, mijo... disculpá pero mi marido se fue con el camión al pueblo y ahí es donde tenemo las herramientas...
- Bueno, no se preocupe, muchas gracias -le dije tirando una bomba de humo y saliendo rápidamente del improvisado almacén.

Camino por la calle desierta y no paro de reírme de la situación cuando unos cuantos metros más adelante observo otro ranchito... jugado, entro y golpeo las manos bien fuerte. De adentro sale un hombre cuya edad era delatada por sus canas y su piel quemada. Con termo y mate en la mano me da las buenas tardes:
- Hola, mire, se me rompió la bicicleta y no tengo herramientas. ¿Tendrá usted alguna con la que pueda ayudarme?
- Si, claro, esperame un segundo... -dijo entrando al rancho y saliendo enseguida.
- Acá tenés -me dijo alcanzándome una llave inglesa que calzaba justito.

Mientras reparo la bicicleta (o al menos lo intento), me pregunta qué es lo que ando haciendo. Le cuento que había salido a recorrer sólo porque tenía ganas y que esa zona me era la más tranquila y bonita de los alrededores. Es entonces cuando me convida con un mate y me cuenta que él por muchos años iba y venía en bicicleta a los campos en los que trabajaba; me contó que hacía más o menos unos 40 km por día en total y que salía con cualquier clima: invierno bajo lluvia o verano bajo sol; "como hoy" me dice con una sonrisa un tanto pícara.

No se si reparar la bicicleta me llevó mucho tiempo por mi ignorancia o por las pocas ganas de abandonar aquella refrescante charla, pero lo cierto es que no fue hasta unas cuantas anécdotas después que me estaría despidiendo de mi interlocutor, cuyo nombre nunca supe, pero cuya amabilidad se sentía sincera. Ya subido a mi bicicleta y a toda velocidad por la bajada de su casa me despido por última vez agitando la mano y una vez más me echo a reír... Al final Pablo tenía razón:
Si vas tan preparado y entrenado no necesitarás golpear la puerta de ningún rancho

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