Como nunca falta el escéptico que, como yo, no cree en todo lo que le dicen, y mucho menos si no se trata de un desierto per se, es que me entrego a contarles algunas cosas más, pero esta vez, sobre el desierto más árido del mundo: el de Atacama.
Ojos del Desierto
Era plena tarde y aún me encontraba extasiado por la deformación de la distancia que el desierto me producía. Las montañas a casi 200 Km parecían de juguete y alcanzables con el sólo acto de estirar la mano. Fue así que caminando distraídamente entre pedazos rocas y cielo, llego a dos agujeros enormes, como cavados a mano, a la distancia perfecta el uno del otro, con el contenido ideal: el agua que me habían contado no existía.
Las dos aberturas miraban hacia arriba, desafiantes, misteriosas y profundas. En la oscuridad de su perfecto reflejo, lograba guardar, sin que nadie sospechara, miniaturas de la Cordillera, de sus nieves perpetuas, y del azul inmenso de ese otro desierto que llamamos cielo.
El calor de la sangre
El manto frío de la soledad era interrumpido en el paisaje por los humos desenfrenados de un enojo eterno, igual de explosivo y caprichoso que el de un niño que se ha quedado solo y buscando a su abuelo en el amanecer del altiplano, llorando sin piedad en la intensidad de su dolor.
El llanto era tan potente que hacía callar a todos los presentes, que buscando consuelo, comienzan a pasearse entre los lagrimales, solemnes y desdichados. Intentan sumergirse en la calidez de su grito desesperado, más no pueden hacer otra cosa que sentir al frío acuchillándoles el cuerpo una vez que son recordados. Es ahí que entienden por qué un niño llora con el calor de la sangre.
Como la palma de mi mano
Estudiando una imagen, los científicos se desesperan al intentar encontrar una respuesta. "¿Quiénes somos?”, “¿A dónde vamos?”, “¿Para qué estamos?" se preguntan incansablemente mientras dirigen sus miradas al cielo más árido del mundo. Otros, mientras tanto, prefieren apuntar sus oídos y escuchar los susurros de las estrellas. Y finalmente, un grupo más reducido e ignorante, observa y calla al descubrir que su propio reflejo es el que se dirige al cielo.
El tiempo del atardecer pinta de rosado el espacio, y aunque no saben nada de física, les basta con caminar sobre las montañas que están lejos para descubrir que, en un lugar donde todo lo que alguna vez existió se conjuga con lo que existirá, las únicas preguntas que se pueden escuchar son "¿Quiénes somos?”, “¿A dónde vamos?”, “¿Para qué estamos?"
La altura de la memoria
Un pasadizo a pocos metros de altura permite apreciar aquello que solemos olvidar cuando caminamos: lo que hay a nuestros pies. Nos acompaña una señora de 4 décadas de edad, y toda una vida de anécdotas que al ritmo de nuestros pasos, nos cuenta una historia que sólo a partir de entonces, nuestros ojos entrenados comienzan a observar.
De niña solía jugar por allí, llevar a los animales a la casa de su abuelo y pelear con su hermana bajo el único Oboe del oasis. Hasta que un día descubrió, así como si fuera uno más de sus juegos, que antiguos jarrones adornaban su patio. Así que decidió juntarlos, y con su hermana venderlos en el turístico pueblo de San Pedro de Atacama, a tan sólo 11 Km de allí.
Fue un sacerdote el que se dio cuenta que aquellos eran juegos de adultos, que debían ser ejecutados de forma cautelosa. Así descubrió, mientras se sentaba bajo el Oboe y miraba las dunas moverse por el viento, que bajo sus propios pies comenzaba a dibujarse un patrón extraño de figuras geométricas.
El tiempo y la paciencia lo dejó al descubierto: donde solía jugar esta niña de origen atacameño no era más que en el tejado de un pueblo tan olvidado como su infancia arrasada por el turismo... Y fue entonces que entre lágrimas de emoción recordó, con tristeza, lo que 4.000 años de historia no pudo contar jamás.
Con la sal del sudor
Ni el incipiente amanecer parecía poder despertar el muerto que yacía en su lecho de piedras blancas en el horizonte. Desde arriba, continuaba tan blanco como aquel día en el que el sol decidió secar su piel para siempre.
Al acercarse, las grietas de un pasado curtido servían de advertencia al que osara a acercarse a aquel monumento nefasto. La muy poca vegetación que luchaba contra el frío del altiplano Boliviano, cedía rápidamente a un mar de rocas blancas y sonidos vacíos a medida que avanzaba, hasta que al fin llegué: el corazón del Salar de Atacama.
Allí hago silencio y me maravillo de un espectáculo geológico como nunca vi en mi vida, hasta que de repente, en ese mismo lugar, escucho un ave brindarle un sorpresivo canto a la vida. De a poco me voy sorprendiendo como nunca imaginé. Aquello resultó ser más que un canto a la vida, una sinfonía orquestal a la tenacidad; pues, rodeores, lagartijas, y hasta algas poblaban el corazón de lo que se supone el desierto con menos vida del mundo.
Las venas de la muerte
Un río de agua amarronada es embalsada para su racionalización en el pueblo. Allí, el agua es vital, y el no tenerla podía hacer la diferencia entre la vida y la muerte. ¡Y qué mejor idea que tomar las bicis y recorrer ese camino sin fin! Los serpenteos de un río caprichoso van conduciendo a uno de los paisajes más surrealistas que jamás haya visto: montañas de barro de picos filosos, adornado con sal en lugar de nieve en sus puntas, grietas en la arcilla tan profundas como mi antebrazo y tan grandes como todo mi tronco entero. Desde lo alto, muy alto, un desierto verde en el medio de un océano de rocas. Les puedo jurar que nunca me sentí más vivo que pedaleando en el Valle de la Muerte. Y ése es, créanme, el secreto del Desierto.