Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador, ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas, fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo.
Una vez olvidada la noche, la mañana traía recuerdos de garúas, que tras el sonido de las gaviotas, iniciaba una nueva jornada de carga y descarga de contenedores y el recorrido de algún que otro turista perdido. Ellos paseaban todos los días por los Cerros Concepción y Alegre, tomando fotos de forma desenfrenada a las casitas pintadas de todos los colores imaginables, resultado de algún remate de pintura sobrante de los barcos. Ellos, sin saberlo, también estaban vinculados al puerto.
Más allá de los teleféricos, de los lobos marinos, y del olor a pescado, se encontraba una ciudad de hermosos colores, con una rambla impecable, perfumada por casinos y hoteles, impregnada de turistas caminando de aquí para allá, trolebuses, carros tirados a caballos vendiendo fantasías, y el sonido estridente de algún vendedor de helado caminando por la playa. Uno se cruzaba de ciudad sin grandes accidentes geográficos, pero notando una identidad muy bien definida. De este lado de la costa, la gente apenas hablaba español, comía con varios tenedores, y abrazaba al turista mientras tanteaba el bulto de su billetera... Su hermana menor, mientras tanto, apenas si lo hacía para alimentar una ilusión.
Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.–¿Qué estará haciendo? –Preguntó "Siete y tres diez".–Mirando el mar y nada más –dijo el desconocido
2 comentarios:
Excelente comentario urbano, que refleja claramente la dualidad de las ciudades puerto, sigan adelante...
¡Gracias, viejito! :D
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