13 abr 2012

Día uno

Llovió en Valparaíso el día anterior a mi partida a Rancagua. Llovió en Rancagua el día anterior a mi partida a Santiago. Llovió en Santiago el día anterior a mi partida hacia el Norte. Hasta el cielo entendió lo que por dentro me estaba sucediendo.

Este mes bien podría calificarse como el más fuerte del viaje hasta ahora. Compartir con amigos que parecían familia, tras una ansiada visita prometida hace años, fue una experiencia que si bien no era nueva, implicaba el redescubrir nuestras relaciones en otro país. Fue por ello que el día de la partida de cada uno de aquellos lugares implicó un sentimiento espeso de alegría y tristeza. Alegría por reanudar parte del viaje y haberlos hecho partícipes de él, y tristeza por el hecho de no poder compartir más de la manera en la que lo estábamos haciendo.

El viento, de Sur a Norte y de Oeste a Este nos traía recuerdos a viejos aromas, mientras el sol, en lo alto, proyectaba con las montañas, sombras chinas de aquellos momentos. El viento y el sol, siendo parte de lo que fue, aún nos impulsaban.

Pedaleamos en silencio más de 30 Km. Nadie se atrevía a romper con aquella armonía. Una mirada bastaba para entender lo que cada uno pensaba, y el silencio, era la forma más solemne que teníamos de expresarlo. Claramente podíamos intuir que ese mismo día estaba empezando la tercera etapa del viaje, posterior a aquella que nos hizo atravesar el continente en 70 y algo de días, cortando la Cordillera de los Andes con el grosor de las ruedas de nuestra bicicleta, en tan sólo 3 ágiles movimientos… como la mejor de las sinfonías; posterior dos veces, incluso, a aquella que no eran más que incertidumbres, cuando la partida parecía lejana, y momentos como este, ni siquiera comenzaban a dibujarse en el horizonte. Y hoy nunca fue más claro. Juntándose la Cordillera de los Andes con la Cordillera de la Costa lo confirmé. Hoy era, sin la menor de las dudas, un día que marcaba un antes y un después, no más, no menos, que aquel que pedaleamos por primera vez.

Retomar el ritmo, por lo tanto, no fue sencillo, exigía un entrenamiento que habíamos dejado de lado… tanto psicológico como físico. Será por eso o por las misteriosas obras del porvenir que la carretera cuyo número coincidía con la tomada el primer día en Uruguay, se encontraba cortada, y un montón de camiones aguardaban la señal liberadora, y nosotros con ellos. Obligados por los Carabineros a detenernos, al Danny se le ocurre la brillante idea de solicitar aventamiento, teniendo en cuenta el túnel que se encontraba a algunos kilómetros.

Instantes después, en el pueblo El Melón, nos despedíamos de nuestro conductor y buscábamos alojamiento en una iglesia que, sin dudarlo, nos abrió sus puertas… Y ahora, recién ahora, mientras salgo de la tina tras un baño reponedor es que me percato del último gran detalle:

Estuvo soleado en Valparaíso el día en que partía a Rancagua. Estuvo soleado en Rancagua el día en que partía a Santiago. Estuvo soleado en Santiago el día en que partía hacia el Norte. Hasta el cielo entendió lo que por dentro me estaba sucediendo.

9 abr 2012

Lo más difícil

- ¿Y por qué te vas? ¿No fuiste bien atendido acá? -Me dijo seriamente y sin apartar sus ojos de los míos.

"¿Y no tenés miedo?" me han preguntado innumerables veces. "No", les respondo seguro y con una sonrisa de oreja a oreja, mientras cuento lo orgulloso que estoy de la gente maravillosa que he conocido, que sin dudarlo te integra a su familia y te hace sentir como en casa. Después termino mi discurso contándoles sobre la importancia de pedir ayuda y el miedo absurdo que tenemos al solicitarla.

Luego de un silencio, viene otra de las preguntas frecuentes: "¿Y qué ha sido lo más difícil?", y ahí vienen las historias de las subidas empinadas por las sierras de Córdoba, de los piquetes en su capital provincial, y del viento en contra en la Cordillera... hasta hoy. "¿Y qué ha sido lo más difícil?" me volvieron a preguntar sus amigos que recién en aquella cena me conocían y ponían en duda la veracidad de la historia, corroborada sólo por mi acento. Esta vuelta me agarró de improviso, y por primera vez y sin pensarlo, respondí: "Despedirme".

Las despedidas tienen un sabor agridulce: hablan de abrazos y hasta luegos, con la incertidumbre de alguna vez poderse volver a ver, con la certeza de que no será como ahora, pero aún así, con la sonrisa de un nuevo nacimiento: el de la posibilidad de reencuentro.

- Claro que sí -le respondo seguro-. Pero piensa en esto: Para mí has sido como una madre estos días, y te estoy muy agradecido; pero no puedo dejar de pensar en una cosa: ¿Cuánta gente maravillosa como vos resta aún por conocer?

6 abr 2012

La única voz

Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador, ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas, fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo.

A orillas del puerto, en un bar, una pareja tomaba pisco: ella era austríaca y no hablaba español, mientras su acompañante era un hombre chileno, con un español tan tosco como su rostro. A su lado, tres jóvenes tomaban cerveza y hablaban de la vida mientras en el escenario, cinco músicos intentaban destacarse por encima del barullo generalizado. Al salir, la pareja caminó por las calles de adoquines que en su intrincado vaivén invitaban a descubrir sus secretos. En silencio se podían escuchar viejas historias de prostitutas paradas bajo los faroles, de pintores fracasados ahogando sus penas en alcohol y de poetas hipócritas que para ganarse unos mangos actuaban de improviso en algún bar. Y con todo, la ciudad era hermosa.

Una vez olvidada la noche, la mañana traía recuerdos de garúas, que tras el sonido de las gaviotas, iniciaba una nueva jornada de carga y descarga de contenedores y el recorrido de algún que otro turista perdido. Ellos paseaban todos los días por los Cerros Concepción y Alegre, tomando fotos de forma desenfrenada a las casitas pintadas de todos los colores imaginables, resultado de algún remate de pintura sobrante de los barcos. Ellos, sin saberlo, también estaban vinculados al puerto.


Más allá de los teleféricos, de los lobos marinos, y del olor a pescado, se encontraba una ciudad de hermosos colores, con una rambla impecable, perfumada por casinos y hoteles, impregnada de turistas caminando de aquí para allá, trolebuses, carros tirados a caballos vendiendo fantasías, y el sonido estridente de algún vendedor de helado caminando por la playa. Uno se cruzaba de ciudad sin grandes accidentes geográficos, pero notando una identidad muy bien definida. De este lado de la costa, la gente apenas hablaba español, comía con varios tenedores, y abrazaba al turista mientras tanteaba el bulto de su billetera... Su hermana menor, mientras tanto, apenas si lo hacía para alimentar una ilusión.

Y fue entre estos dos escenarios que lo ví: inmenso, majestuoso, con ojos azul transparente, una risa estrepitosa y contagiosa, un abrazo grande y acogedor, y un misterio tan inmenso como su propia conciencia. Desde allí sólo pude imaginarme las historias que podría llegar a contarme: de hombres de ciencia, de poetas, de creencias, de arrecifes y corales, acantilados y playas; desde allí pude oír una voz que me llamaba, una que me invitaba... era la misma voz que hace tantos años no escuchaba, aquella que supo ser la única guía cuando estaba perdido y que, basado en viejos recuerdos, recreo con alegría.

Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.
Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.
Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.
–¿Qué estará haciendo? –Preguntó "Siete y tres diez".
–Mirando el mar y nada más –dijo el desconocido

 
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